Prólogo
a la muerte de Fidel Castro
Se ha ido una voz por un momento, pero ahí está él, y estará
Raúl
Castro Ruz, 6 de agosto de 1960, mientras Fidel recuperaba la voz en el
discurso donde se nacionalizaron 26 empresas norteamericanas
Horas antes de la muerte
de Fidel, Paco Ignacio Taibo II, presentaba en la Casa de las Américas, por
primera vez, la hasta entonces casi prohibida en Cuba –por revolucionaria-,
biografía de Ernesto Che Guevara, y además, donaba el libro al público
presente.
Mi abuelo, de 82 años y en
silla de ruedas, orinaba coágulos de sangre y llamaba, asustado, al trabajo de
mi madre. Una amiga, de visita en La Habana, había logrado cita con el escritor
Eduardo –el Chino- Heras León para entrevistarlo y caía rendida por una crisis de
migraña.
Llegué de noche a la casa
y sentado en la cama, le dije a mi madre que los otros tres hechos históricos
que marcarían la suerte de Cuba serían la muerte de Fidel, la de Raúl y la
caída del bloqueo.
-si sigues con esas
locuras bolcheviques vas a terminar loco, me dijo.
En la televisión pasaban
un documental sobre Robert Altman. Yo, perfecto desconocedor de su filmografía,
me senté a verlo pensando que era un fake
documental.
Sobre mis piernas tenía el
libro rojinegro de Paco Ignacio. Aun no le habían diagnosticado a Che el asma
cuando interrumpieron las transmisiones televisivas. El supuesto fake documental ya había terminado.
Primero, un locutor de
traje y corbata, anunció que el presidente leería al pueblo de Cuba un
comunicado. Y bajó los ojos. De inmediato, apareció Raúl Castro, en el mismo
set desde donde anunció el comienzo de las relaciones con Estados Unidos y la
llegada de los tres héroes cubanos presos en Norteamérica.
Cuando han repetido el
video he notado que para este momento habían cambiado algunos objetos en
relación con el 17 de diciembre del 2014, pero los retratos de Martí, Gómez y
Maceo, estaban en las mismas posiciones. Creo haber visto una pequeña foto de
Raúl con Ñico López y otra con Fidel.
Aun no me queda claro la
hora, no debió ser pasada la medianoche, o si lo era, fueron muy pocos minutos.
“Con profundo dolor…”.
Entonces todo estuvo claro. Era ese instante que nunca supimos y sabíamos
siempre. En la casa se despertaron todos y llamé a muchos por teléfono. Todos
menos el abuelo, que lo supo al otro día. La amiga visitante me timbró. La oía
llorar.
Raúl terminó de hablar y
se echó hacia atrás, como si se lanzase de espaldas al vacío, pero la silla lo
contuvo. Después han editado esa parte.
Durante algo más de media
hora, e incluso después del noticiero de medianoche, donde se repitió la
noticia, el canal Cubavisión siguió
transmitiendo una película norteamericana sobre el juicio a un motín de marinos
y en Multivisión pasaban un musical
indio. Alguien que llegase de la calle y encendiera la pantalla no se enteraría
de nada hasta el día siguiente.
Nadie de la familia quería
acostarse, en parte no podíamos, pero uno tras otro nos fuimos durmiendo en los
sillones de la sala. Amanecí con el libro de Che en las manos.
Me despertó el teléfono a
las 7: 53 de la mañana. Alguien preguntaba cómo se debía poner la bandera en
estos casos. En su balcón no había asta alguna como para izarla hasta la mitad.
Sugerí que con tela negra le hiciera un lazo.
Después fue una operadora
internacional quien habló conmigo: llamada de larga distancia. Se habían
demorado. Del otro lado hablaban desde México. Una voz de mujer me recordó que
Fidel había muerto el día del sesenta aniversario de la salida de Tuxpan del
yate Granma.
Entonces, lloré.
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